Oscar Wilde: el esteta absoluto
El 30 de noviembre del año 1900 moría en un sucio hotel parisino Sebastian Melmoth. Luego de una larga agonía, este hombre arrasado por una meningitis (o, según las maledicencias, por una sífilis contraída desde muy joven) dejó este mundo tras un suspiro que más sonaba como un estertor. Melmoth moría pobre y arruinado, sin pagar la factura del hospedaje, debiendo dinero a los pocos conocidos que aún estaban a su lado y en el ostracismo más absoluto: repudiado por su esposa, sus hijos y, sobre todo, por la sociedad británica, la misma que a finales de siglo XIX lo celebraba como uno de sus personajes más famosos, cuando aún se llamaba Oscar Wilde.
Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde nació el 16 de octubre de 1854 en Dublín, Irlanda. Hijo de un cirujano reputado y de una poeta nacionalista irlandesa, el narrador y dramaturgo se convertiría rápidamente en una figura central de la intelectualidad británica. Wilde fue uno de los defensores acérrimos del esteticismo, un movimiento artístico e intelectual que postulaba que el arte solamente debía crearse por el arte en sí mismo. Es decir: que una novela, una escultura, un cuadro, una pieza teatral o una pieza musical no debían tener ninguna utilidad moral o política; solo debían buscar y alcanzar lo sublime.
De este modo, la vida de Oscar Wilde se convirtió en una obra en doble vía: por un lado, sus novelas y piezas teatrales; por el otro, su propia figura, hecha a punta de extravagancias, genialidad y olfato social. Este autor fue un esteta consumado: lo bello, lo hermoso, lo recargado fueron algunas de las cuestiones que hizo suyas. El resultado de esto, fueron obras icónicas (que pueden consultarse en nuestro catálogo en línea) como: El retrato de Dorian Gray, El fantasma de Canterville o La importancia de llamarse Ernesto.
Títulos todos que le granjearon el favor de la sociedad londinense de finales del XIX, que celebraba su derroche, sus parrandas y su agudeza mental que le llevaba a decir cosas tan deliciosamente ácidas como “perdona siempre a tus enemigos: nada les molestará más” o “no tiene enemigos, pero es enormemente despreciado por sus amigos” o “los amigos de verdad te apuñalan de frente”.
Sin embargo, su genio y figura serían justamente las causas de su debacle. En la era victoriana, Wilde tenía un pecado imperdonable a cuestas: ser homosexual. A pesar de estar casado y de, según algunos biógrafos haberse enamorado de mujeres, lo cierto es que el dandi irlandés prefería la belleza masculina.
Su gran amor fue Alfred ‘Bosie’ Douglas, un joven de alta sociedad cuyo padre no veía con buenos ojos que su hijo, nacido para ser un prohombre londinense, fuera un sodomita. Esto lo llevó a acosar a Wilde, amenazarlo, insultarlo y esparcir el rumor: al autor cometía el, entonces, abominable pecado nefando.
Movido por la indignación, pero también por su necesidad de hacer de sí misma su obra más sublime, Oscar Wilde denunció por injuria al padre de Alfred. Sin embargo, en un giro imprevisto, esta acusación se desestimó y el dramaturgo terminó en el asiento de los acusados. ¿El cargo? Sodomia, lo que hoy llamaríamos: ser gay. Adicto a las grandes declaraciones, inmerso en su propio genio y siempre buscando su siguiente frase célebre, Wilde no realizó la mejor defensa de su caso. Al preguntarle si se había acostado con un hombre que decía haberse acostado con él, el irlandés respondió indignado: “¿Con ese? ¡Con lo feo que es! No”. Mala idea en un juicio en el que se supone que debía demostrar ser heterosexual.
Tras el mediático juicio (no hay que olvidar que Wilde era una celebridad londinense), el autor fue condenado a dos años de trabajos forzados. El sistema penal británico de la época era uno diseñado para quebrar la moral de cualquier persona. La reinserción del reo, sus derechos y las buenas condiciones carcelarias son inventos modernos que no le tocaron a él. La mala alimentación, los trabajos físicos y la soledad quebraron el alma de un hombre otrora irreverente.
En este tiempo, escribió uno de sus últimos textos: De profundis (el cual puede consultarse en la Biblioteca Digital de Bogotá), una carta dirigida a su amor, publicada tras su fallecimiento y que muestra la faz de un un alma derrotada, añorante e incapaz de encontrar el brillo de antaño.
Tras salir de la cárcel, Wilde tomó un barco a Francia y cambió su nombre por Sebastian Melmoth. Odiaba a Reino Unido, detestaba a su gente, no podía olvidar todo el daño hecho. Sin embargo, su cuerpo estaba reducido, la salud la tenía quebrada y el ánimo hecho polvo. En París, en el hotelucho en el que pasó sus últimos días, dice la leyenda (y todo con Wilde siempre fue una leyenda) que gritaba desconsolado por la mala calidad de las cortinas, por la pobreza de los muebles, por la falta de gusto de los empleados. Entre la pobreza, la fealdad y la miseria, murió Oscar Wilde, el esteta absoluto.
Oscar Wilde fue ‘perdonado’ 120 años después de su condena por el Gobierno británico. Él fue uno de los hombres que fueron condenados por leyes homófobas (que duraron hasta mediados del siglo XX) por un delito: amar.