Conoce un poco de la vida y obra de la autora argentina Ariana Harwicz en esta entrevista especial
Por Sergio Alzate
Una mujer echada sobre la hierba tiene la impresión de tener un cuchillo en la mano con el cual podría cortarse la yugular. Esa misma mujer mira con hastío a su marido, a sus suegros, a los vecinos, a las personas que se atraviesan en sus días, a su casa, a ella misma. Y a su hijo: un pequeño vampiro que la conflictúa y la confunde, porque por más que busque en su interior, por más que raspe las entrañas del afecto, por más que se estruje toda hasta el hartazgo y la violencia, esta mujer no logra sentir lo que dicen sentir las otras mamitas que celebran cada mes de la criatura como un gran acontecimiento, que darían sus vidas a cambio de la del hijo, que solo son madres y poco o nada más.
Esa mujer habita en ‘Matate, amor’, la primera novela de la escritora argentina Ariana Harwicz. Este libro, que se publicó originalmente hace diez años, llegó a nuestro país de la mano de la editorial independiente Laguna Libros. Un texto que habla de la maternidad, el cuerpo, las relaciones de pareja y el hogar no desde miradas edulcoradas ni compasivas, sino amargas y filosas. Como si el ojo no sirviera para ver el exterior, sino el interior: el pus de los órganos ulcerados, la gangrena cancerígena que se solapa en las tripas, las pestañas acumuladas durante toda una vida detrás del ojo ocular y que parecen las patas retorcidas de algún insecto.
Harwicz es una de las autoras internacionales invitadas a ‘La Vuelta, II Feria Nacional de Editoriales Independientes”, la cual se realizará del 7 al 11 de diciembre en la Biblioteca Pública Virgilio Barco. Ella presentará ‘Matate, amor’ el jueves 8 de diciembre en la Sala de Música, a las 3:00 p.m.
En ‘Matate, amor’ hay una constante referencia a la casa, tanto a aquella en la que viven los protagonistas, como aquella otra: el cuerpo de la mujer, que es la primera casa que todos habitamos. ¿Qué es la casa para ti como escritora?
Hay una omnipresencia simbólica y real de la casa en ‘Matate, amor’. Todo gira en torno a este espacio, casi todas las escenas suceden allí. Esta es una casa muy teatral, que se ve tanto desde afuera como desde adentro a través de sus ventanales. Pero no solamente es un escenario: es también una casa-cuerpo. Hay una doble casa. Esto tiene que ver con la familia como un escenario, como una puesta en escena, como una impostura o teatralidad. Un espacio cerrado para que sucediera la tragicomedia.
Un tema que está latente es el sexo, pero no como un campo de deseo y placer, sino que un reverso autodestructivo: para sentir algo, para odiar y auto-odiarse. ¿Por qué hablar del sexo de esta manera?
La pregunta es otra: ¿por qué no hablar del sexo de esa manera? El sexo no es nada, no quiere decir nada: es una proyección que los seres hacen de él. Hay infinitas combinaciones y formas de pensarlo, de concebirlo. Y en la novela el sexo es como un ring, como boxeo, como pelea. Un campo de disputa para este matrimonio. El sexo está todo el tiempo como una evocación, como citar un momento terrible de la vida o un maleficio. Es verdad que no es algo que se viva desde el deseo y el placer, desde la plenitud y los genitales, desde el orgasmo. En este caso, es más una pelea callejera.
Este es un libro muy oscuro, denso, podría decirse que hasta perverso; en otras palabras: arriesgado para publicar… ¿Cómo fue el proceso de lograr publicarlo? ¿Qué tipo de trabas o comentarios hubo de parte del mundo editorial antes de ser publicado?
Bueno, ‘Matate, amor’ tuvo una autogestión: yo la autopubliqué para Argentina, y encontré una editorial independiente en España. Yo no lo definiría como un libro oscuro o perverso, quizá hace diez años, pero ahora como lectores estamos acostumbrados a ver libros que hablan de la maternidad de un modo muy disruptivo y antisistema. En ese momento sí era una rareza publicar, leer o ver en una librería algo así. Se entendía menos lo que era, no estaba dado ese discurso. Lo que tardó mucho más fueron las traducciones, ahí sí hubo una resistencia mucho, mucho mayor.
Tras la prosa de ‘Matate, amor’, subyace un mundo sumamente poético: imágenes, ritmos, metáforas, metonimias. ¿Qué tan importante es la poesía para ti?
La poesía no la pienso separadamente de la prosa ni del cine ni del teatro. No es para mí algo aparte del cuerpo del texto. Escribo prosa pensando en la poesía y escribo poesía pensando en la prosa. Es parte del diccionario, es parte de la lengua que arma la novela, de su esencia.
Algunos autores son maestros de los adjetivos, en tu caso la fuerza está en los verbos: agresivos, animales, crueles. ¿Cómo es tu trabajo con los verbos? ¿Cómo eliges uno?
Sí, es cierto, hay escritores que son más escritores de los sustantivos, de los adjetivos, de los adverbios. Modos de pensar y entender la escritura. Yo estoy siempre pensando cuál es la palabra exacta para este libro, momento o capítulo que estoy escribiendo. Cuál es la palabra que tiene que ser esa y ninguna otra, no su vecina, su sinónimo, la palabra del lado. Cuál tiene que quedar y cuál tiene que ser sacrificada, borrada. Todo el tiempo hay una búsqueda sobre cuál palabra queda y cuál no, cuál se salva y cuál no.
En ‘Matate, amor’ hay referencia a la música (Glenn Gould —y acá no puedo dejar hacer conexiones con el Glenn Gould de ‘El malogrado’ de Thomas Bernhard) y la pintura (Rembrandt, Caravaggio), ¿cómo estas artes nutren a tu escritura?
Sí, El Malogrado de Bernhard es un referente de la novela. Y Gould, Rembrandt y Caravaggio, tanto que están citados. Son como vecinos, como los vecinos que se aman o que se odian. Siempre veo los cuadros de Caravaggio cuando escribo. El barroco y el manejo de la luz iluminan mi novela.
La pregunta inevitable: la maternidad. La madre de ‘Matate, amor’ siente poco o nada instinto materno, es negligente con su hijo, no es una mamita paciente, fantasea con abandonarlo… ¿Por qué es importante escribir sobre mujeres que no se amoldan a los esquemas sociales?
Es imprescindible escribir sobre lo que no se ve, sobre lo que molesta, sobre lo que habría que callarse. Es imprescindible escribir, sobre todo, sobre aquello que está en estado de censura, de tabú. Escribir sobre lo no dicho, lo que sucede entre cuatro paredes cuando todo el mundo está durmiendo, cuando la policía y la ley no ven. Eso es lo interesante de escribir.
La novela parece recordarnos que el parto no se termina en el momento en que se da a luz: el parto es algo que sigue sucediendo para la mujer, así el hijo haya nacido: su cuerpo, el de ella, sigue habitado por otros…
Sí, hay algo como de vampiro, como si un hijo fuera para siempre un intruso, un extranjero, una bacteria, un parásito, algo que se te mete en el cuerpo. Y aunque uno se cure, tome remedios, se exorcice, se opere, siguen estando ahí esa fatalidad y esa locura que son los hijos. Es una buena hipótesis: está en la novela esa ida y vuelta de cuando ella estaba embarazada y cuando el bebé está fuera, pero pareciera que para siempre estará en la panza molestándola.
Hay una tensión muy presente en el libro: entre lo culto y lo inculto, entre lo ilustrado y lo no (algo que me recordó a ‘La elevación de maruja’ de Hebe Uhart), ¿esta tensión qué dice de nosotros como sociedad? ¿Qué se juega en esa tensión?
Sí, esa tensión existe. Y no solo la explora Hebe Uhart, sino también Aurora Venturini: lo bajo y lo alto. Las dos esferas de una sociedad: lo más alto, lo sublime, lo elevado, lo elegante en contraposición lo más bajo, lo abyecto, lo más despreciable, la basura. Están esos dos registros en el lenguaje y trato de generar esos contrastes, esos contrapuntos entre el lenguaje muy formal (como mucha poesía y lirismo) y luego caer en picada, como un avión que se estrella, y manejar un lenguaje mucho, mucho más sórdido.
¿Qué significa para ti, como autora y lectora, la edición independiente?
Es importantísima para mí, porque está desde el primer libro que publiqué, desde la primera vez con lo bueno o lo malo. Me parece que es la mejor manera de dar batalla para hacer conocer los libros en el mundo, para tener lectores, para que estén vivos y no sean un número más, como en un museo/biblioteca/librería donde no los lee nadie.